
Vi empalidecerse su rostro. Vi crisparse sus manos sobre el asa del balde. Volvíamos del hammam.
Había llovido dos días enteros, el cielo se escurría, móvil. Llevábamos largos pañuelos hayati sobre la cabeza, forrados con toallas, y bufandas amplias para protegernos del frío, ya que el frío es enemigo. El Hajja, que su alma descanse junto a Alá, tenía las mejillas rosadas al salir del hammam. Un solo grado más de temperatura hacía que la más mínima emoción se trasluciera en sus mejillas, más que en sus ojos, que permanecían dignos, que lograba velar. No sostenía nunca la mirada por largo tiempo, bajaba los ojos como signo de respeto cuando se le dirigía la palabra. Había hecho de su moderación, de su timidez, su sombra, su maquillaje permanente, el signo exterior de su profunda devoción. Para todos, no soy la única en decirlo, lo sabes bien, ella era aquella mujer irreprochable, piadosa, sanadora con sus plantas, nutricia con su leche, lo mismo que con sus increíbles recetas, guardiana de su casa, soldado en la base de retaguardia; si jugara para el equipo nacional y se le confiara el arco, bastaría con decirle que sus hijos juegan con ella. Ninguna pelota sacudiría la red. Lo que quiero decir es que ella era una madre absoluta, y luego aquel misterio: ¿cómo era que tenía hijos? Era incluso difícil de imaginarlo… y con toda la deferencia que le demostraba a El Hajj con todos sus gestos, en su manera de mantener la casa, en su manera de hablarle… no me atrevo a decir que era amor porque eso no es lo que una se imagina del amor y, sin embargo, creo que era eso, amor, lo que ella manifestaba, lo que demostraba, que encarnaba en cada uno de sus parpadeos, sus sobresaltos, su silencio cuando El Hajj la reprendía y ella nunca respondía, o cuando él la abofeteaba o la golpeaba con los puños por culpa de un té demasiado frío o de una camisa que no se había secado a tiempo, a veces simplemente por volver cansado del trabajo, y ella permanecía allí, como si nada; si una lágrima se le escapaba, la ahogaba de inmediato en la manga de su pesado abrigo, apenas si se la escuchaba sorberse los mocos. Era la misma lágrima que brillaba cuando El Hajj volvía de una misión y le ofrecía un frasco de Rêve d’or luego de haber empalagado a los niños con caramelos, con ropas nuevas, con frutos secos. “¡Tomen, hijos míos! ¡Ustedes nunca trabajarán! ¿Me escuchan? Tendrán siempre para comer en esta casa, agua, pan, un techo, estarán bien abrigados, con calor. Nunca se ensuciarán las manos, nunca se quemarán bajo el sol”, les decía para luego volverse hacia El Hajja que sonreía, cerca de la puerta del salón, mirando a ese león abastecer a su progenie. Y ella se iba a la cocina en donde se escuchaba el sonido ahogado de un casete de Oum Kalthoum, entre los silbidos de las ollas y de las pavas que se agitaban. El Hajj se reunía con ella y lo sabíamos, nosotras, que él iba a darle su Rêve d’or, pero ella dudaba, siempre dudaba, no sabía, o sabía que era su momento, el suyo, entonces se sentía abrumada, balbuceaba como una niña, sus mejillas se enrojecían y sus ojos caían sobre sus zapatos, y él, El Hajj, era la ternura misma tendiéndole aquel perfume, aquel perdón, aquella promesa original, aquel voto renovado directamente salido del bolsillo interior de su saco, el más cercano al corazón, y nosotras nos deslizábamos detrás de las puertas para ver lo que se nos dejaba ver, por entre las persianas infra delgadas, nosotras los espiábamos por el tragaluz situado en la cocina y que daba sobre la terraza. ¿Sabían ellos que los mirábamos?
El Hajja se secaba nerviosamente las manos en el delantal. El Hajj le preguntaba “¿estás bien?”, casi cuchicheando, y esa era su hora, que era un minuto, que le duraba luego durante días, irradiaba, su paciencia redoblada, su amor infinito, se perfumaban a ultranza, se ponía sus más bellos abrigos orientales a los cuales les rehacía la botonadura de acuerdo a la moda, adornándolos con nuevos cintos, con broches, con flecos, y Oum Kalthoum cantaba a grito pelado el terrible arrebato que ardía en lo más recóndito de aquella dulzura en mármol blanco. “¿Estás bien?”, y aquello era el amor en palabras, en suspiros. ¿Se habían dicho alguna vez “te amo”? ¿Podían hacerlo? ¿Cómo lo habría dicho él? ¿Qué palabras habría pronunciado ella? Ya ves, lo ignoro. Yo misma no lo sabré y ella ha muerto sin que le hubiera dicho cómo la quiero ni una sola vez, pero, ¿le habría hecho falta? Ella no era palabra, era actos, era hacedora y lo que de ella se sabía, de sus sentimientos, se resumía en sus mejillas abiertas como una herida.
Sus mejillas se enrojecieron de inmediato cuando Naima dio ese paso hacia nosotras. Volvíamos del hammam, ella estaba en la puerta, protegida de la lluvia por el porche de su casa estropeada y con la mano derecha abierta como un cuenco: esperaba que un chico le alcanzara su pan del horno, dijo. Besó a El Hajja, esta pasa rápidamente del magenta al transparente, como si su rostro estuviera recubierto de pintura termocromática; se veía la cartografía precisa de sus venas. Se aferró a su bolso, como para no caerse. Ya no se sabía si era ella quien llevaba su bolso o si su bolso la llevaba a ella. Su otra mano se contrajo encima del balde, como si tuviera miedo de soltarlo. Creí que iba a desmayarse y pensé “permanecimos demasiado tiempo en el hammam”. Toda su energía se fue en no perder su digna máscara, en permanecer de pie. Naima me besó a su vez, y casi exclamo alegremente “¡ah! Tienes el mismo perfume que la mmima” para desviar la atención de la debilidad de El Hajja, pero —yo aún era joven, a lo sumo diez años— algo en ese momento preciso me impidió hacerlo, como si hubiera comprendido que era exactamente esa la debilidad de mmima, ves, pero una comprensión intuitiva, vaga, no sabría explicarlo, ni hablar de eso, como cuando eres chico y escuchas por primera vez la palabra sexo y sabes que no debes repetirla aun si nadie te lo advierte. Era eso, justo eso, lo que me quedó años después hasta el día en que tuve los medios para descifrarlo. Por ejemplo, sabía de memoria la letra de “Hotel California”, sin entender una palabra de inglés. Yo las repetía bailando, las transcribía fonéticamente en mi libro de recuerdos, a veces incluso en letras árabes, pero no sabía lo que querían decir, sospechaba que se tratara de un viaje puesto que para mí ya era todo un viaje escuchar esa canción. Y un día comienzo mi licenciatura en literatura inglesa y ahí sí, cada palabra de aquella canción se me presenta con su verdadero nombre y le da a aquella canción una dimensión nueva sin quitarle nada de su color original, sabes, yo estaba simplemente frente a la entera presencia de esta canción que me había habitado desde pequeña. La canción, la canté, desde siempre, delante de todos, pero eso, aquel regreso del hammam, con El Hajja que se descompone luego de un beso, nadie puede recordarlo como lo recuerdo yo hoy. Y creo que ella, en aquel instante, con aquel beso, fue alcanzada por el mismo rayo que me alcanzó a mí cuando comprendí la letra de “Hotel California”, cuando comprendí la palabra sexo, quiero decir, de verdad. Aquel Rêve d'or era todo el amor de El Hajj dirigido a ella. Él podía hundirse en locas rabietas, maltratarla como a un perro sarnoso. Podía ausentarse por semanas en una misión, dejando sobre sus espaldas una casa para dirigir, para mantener limpia y caliente, seis hijos vivos y bien peinados para cuidar. Podía incluso correr tras las faldas de otras, pero no podía ofrecerle ese mismo perfume a Naima. Naima, a quien El Hajja había puesto a su resguardo en el momento en que… Apenas tenía trece años cuando Benzekri se casó con ella y se instalaron en la casa de al lado. El Hajja le había brindado su hospitalidad, la había considerado enseguida como una hermana menor. Le cepillaba el pelo, la consolaba cuando echaba de menos a los suyos, le enseñó a cocinar, apaciguaba sus rebeldías en contra de un matrimonio sin sentido con un lisiado que la triplicaba en edad… No habían tenido más que dos hijos, un tercero mucho después, y los rumores habían marcado unánimemente a Benzekri de impotencia, y a Naima de ligereza. ¿De qué modo compartir aquel perfume con alguien que no compartía ni los golpes, ni la pared de hormigón armado de la realidad, ni el tedio de una rutina ardua, sin vacilar, sin estremecerse? A mí misma me da ganas de beberme una botella de Lacroix cuando pienso en esa pobrecita de mmima; cuando recuerdo ese sombrío instante.
Es por eso que te hablo de estas cosas. Porque no sé qué hacer. Te lo digo porque tengo los ojos para verlo pero no la armadura para protegerme. Eres la única a quien puedo confiarle estas cosas. Las otras preferirían mutilarse antes que oír esto. Y tienen razón. Mmima habría preferido sin duda no percibir en ningún momento a Naima aquel día, no saberlo nunca. ¿Quién desea la verdad? Nunca he buscado esta versión de la historia. Acudió a mí, habría preferido no sospecharla jamás. A veces prefiero tratarme de psicótica, trato de convencerme que no era sino un delirio infantil, sobreinterpretado por un mujer adulta depresiva; pero está la letra de “Hotel California”, perfectamente justa, sin agregados, sin extrapolación, aprendida de memoria y consignada en mis libros de recuerdos, a veces incluso en letras árabes.
Sucedió tres días después.
El Hajj se volvió sin cesar más oscura luego de ese encuentro. Se quemó la yema de los dedos mientras doraba la harina en el horno Afifi, se roció accidentalmente la rodilla con aceite hirviendo mientras colocaba los chebbakias. No salió, como de costumbre, a dar una vuelta por la kissaria de los Haffarinos, luego de sus siestas, que ahora eran breves y agitadas. Durante esos tres días la escuché a menudo soltar unos “ah” y unos “ay ay ay” y suspiros a montones. Esperábamos la luna. Ramadán estaba por anunciarse de un día para el otro. Los preparativos avanzaban nerviosamente. Toda la casa estaba erizada por una tensión sorda, contenida, inaccesible, y en adelante ellos dirían que “era la muerte que ya estaba merodeando”. Nacer, quien era el más cercano a El Hajja en esa época y que se había convertido ya en el gran burro que tú conoces, había insistido para que ella consultara a un médico. Pensaba que ella estaba enferma, una gripe, una pesadez en el estómago. Ella dijo que se trataba solamente de cosas de mujer, pero sabíamos que mentía ya que ella rezaba las cinco plegarias sin falta. Y fue sobre la alfombra roja que había traído de la Meca que la encontramos inmóvil, postrada, sus pies más envejecidos que su cabeza, esta entre sus manos, con una espuma espesa emanando todavía de sus labios. Estaba perfumada con Rêve d'or, vestida con el abrigo oriental Jouhara color crudo que había mandado a hacer para su peregrinación, con su pañuelo bordado con flores celestes, rosadas y salmón —aquel que robaste, maldita, yo sé que fuiste tú— y fue Nacer quien la encontró. Él lo supo en seguida. La abrazó a ella, gritó. La casa gritó toda entera. Gritó una ambulancia. Los vecinos acudieron, jadeantes.
No había nada que hacer. Su corazón ya se había callado.
El Hajj fue mandado a llamar inmediatamente a su misión en el sur. Nunca volvió a irse. Las noches eran oscuras, la luna tan fina como un cabello en la sopa y ramadán ya había pasado, furtivo; nadie comía en la familia de todos modos, excepto Halima, que no se pierde ni una miga, como de costumbre. No tengo más que un recuerdo abstracto de aquel mes. Aquella ausencia fulgurante, puesto que ella no estaba enferma… prematura, puesto que no tenía más de cincuenta años… estábamos estupefactos. La casa se hundía bajo los panes de azúcar traídos por la gente cercana y a la noche platos hondos con cuscús eran reemplazados por grandes rodajas de fruta a intervalos regulares, las teteras estaban siempre llenas. Los tolbas declamaron los sesenta hizb del Corán sin interrupción. La tierra entera vino a dar sus condolencias, salvo Saadia que trabajaba en Arabia Saudita en aquella época. Ella llegó algunos meses más tarde; y nosotras tardamos un tiempo en volver a hablarle.
Naima estaba entre las primeras vecinas en aparecer. Las dos casas se tocaban, ella fue la primera en oírlo. Una vez que se hubo constatado el deceso, se volvió a su casa, lívida, no reapareció hasta que El Hajj volvió catastróficamente de su misión en Laayoune dos días más tarde, tiempo que le llevó el viaje. Cuando la vi acercarse para saludar al abuelo, vivaz y sofisticada, con un vestido argelino, me eclipsé. Había visto demasiado, creo, aunque no lo pensé así, es solo ahora que te lo digo. En ese momento, fue una ligera náusea lo que me alejó; a los diez años una comprende con las tripas.
Durante días me arrastré débilmente, ya no me quedaba una sola lágrima. Quedaban esas horas sensatas en las que encontrábamos a Alá, en las que recitábamos los salmos del Corán. Nos reconfortaba que El Hajja hubiera sido invocada junto al Clemente y Misericordioso, junto al Dulce luego de una vida de esfuerzo, los mejores se van primero, la imaginábamos con ropas suntuosas, con un palacio a su medida, con ángeles a su servicio; la imaginábamos cuidándonos desde lo alto, después de todo, es así; se muere al nacer. Y luego esas horas abismales: un bramido trae otro, un puño se hunde en un armario, cabellos que se arrancan, un desvanecimiento.
Algunas de mis compañeras habían venido con sus madres y a veces, incluso, habíamos jugado y reído, un poco a la noche. A la noche, todo estaba más o menos bien, pero los despertares eran más duros. Por costumbre, a la mañana, subía corriendo a ver a la mmima que sacaba bollos de pan aún calientes del horno y me deslizaba uno pequeño, en mi remera, amasado especialmente para mí. El vacío que me devoraba cuando me sentaba sobre la cama, la manta apretada entre mis puños. La incredulidad me llevaba a subir lentamente hacia la cocina, diciéndome “nunca se sabe”.
Me habría gustado dejar esa casa de la muerte, ese Ramadán frustrado, pero mi madre, quien supuestamente vendría a buscarme para llevarme de vuelta a casa, se quedó enterrando a la suya, conteniendo sus lágrimas para acoger las de sus hermanos y hermanas más jóvenes, las lágrimas oscuras de tías y tíos que habían venido a preguntar por los brazaletes de oro de El Hajja, las lágrimas quebradas de vecinas y amigas que ella cuidaba de enfermedades de la piel, de anginas, las lágrimas naturales y aliviadas de todas aquellas y aquellos que se felicitaban de estar aún aquí, con todos sus dientes, todos sus brazos, sus cabellos, sus corazones que no sufrían de nada, sus estómagos que solo sufrían ocasionalmente de hambre, de indigestión los más pudientes, de las piernas para ir a los entierros a prodigar sus vidas ante una pérdida. Todos sus hijos. Aquellas y aquellos que lloraban sus propias muertes, “ahhh eso me recuerda cuando Lalla Damia tuvo un paro cardíaco”, y era mi madre quien despegaba su puño de la mejilla para darles palmaditas en los hombros; mi madre, que había envejecido diez años. Su rostro se hinchó de pronto, su piel se puso espesa, se le ahondaron las ojeras y sus cabellos bebés estallaron canos para siempre. Mi madre no sabe hablar, de manera que la tristeza le sale por los poros, supura, sus cabellos se quiebran, forman ángulos incongruentes.
Estaban los que venían únicamente a comer. Estaban los que ensayaban bromas para aplacar la tragedia, otros que nos llamaban a ser prudentes: mujeres codiciosas podían aprovechar la tristeza de El Hajj para seducirlo, casarse con él en segundas nupcias y escaparse con la herencia. Aquello no parecía levantar ninguna sospecha entre mis tías, tíos, que estaban totalmente en el abismo. Por mi parte, no lo pensé sino mucho más tarde, en el momento en que me propuse revisar todo aquello.
Tu madre, yo la quiero pero a veces es bastante curiosa. Lloró hasta el cansancio durante días, su voz cambió de manera irreversible a fuerza de llorar en voz alta; sin embargo se tomó el tiempo de mandar a hacer las jellabas y los vestidos negros a la medida de su cuerpo y de su aflicción; iba al encuentro de los que llegaban una vez que tenía los cabellos cuidadosamente rizados con la plancha, sus labios con labial y las chinelas pequeñas con taco en los pies.
No sé qué le agarró exactamente… tal vez no se trataba más que de leyendas urbanas, pero se decía a media voz que la gente que padecía enfermedades incurables tragaba veneno para ratas para aliviar de una vez por todas los dolores imposibles de tolerar. Como no quiero saber, la imagino comiendo en su terraza una de sus flores, une bella flor recién abierta, picada esa misma mañana por una abeja, acariciada por una mariposa. Imagino a esa misma mariposa girar alrededor de su pañuelo, mientras ella pliega los pétalos con la lengua, posarse sobre las flores bordadas de color azul, rosa y salmón. Imagino los pétalos azucarados, un gusto como a caramelo, quizás; le encantaba el caramelo. La imagino simplemente adormecerse rezando, llamando a Alá para tomarla en su brazo sin tiempo, su brazo que perdona a los que aman.
Imposible que vaya al infierno. Es imposible. Si mmima va al infierno, pues nada tiene sentido. Si Alá lleva a El Hajja al infierno porque ella hubiera decidido juntarse con él, le escupiría en la cara el día del juicio final. No me asusta decirlo. Amo a Alá más que a nada pero si él quemara un cabello de mmima, me quedaría ciega y mi saliva precedería a mi pensamiento y ya nada existirá, ni siquiera Dios. Lo eliminaría. Así nomás.